fotografía de Germán Nieto |
Desde siempre he recordado la Semana Santa como la de las comilonas y las
lecturas. Todo se debe a que debido al fervor religioso la gente suspendía sus labores “mundanas” y se dedicaba a rezar
y visitar “monumentos” como se les llamaba a los altares de las iglesias que se
arreglaban con mucha pompa.
En este país de reinados y
tinglados, cada iglesita decoraba su
escenario y esperaba a los visitantes en medio del olor a incienso y cirio
encendido. A los niños nos vestían con ropas especiales de “medio-luto” y nos
llevaban en romería. Para mí no había algo más “jarto”. Lo único divertido en
medio de las visitas a los “mundanos monumentos” era hacer figuritas con la parafina derretida que
recogíamos de las velas.
En las casas no se encendía
el fuego de la cocina desde el jueves y ante el “horror” del hambre, se
preparaban muchos y muy variados platos que hicieran más “soportable la guerra
a la carne” . Lo que me fascinaba eran los dulces. Coco en todas sus formas y
combinaciones, dulce de leche, de papaya, de mongo-mongo, de ciruela… En esos
días no se prendía el horno; pero la puerta de la nevera, como alarma, delataba
al que armado de una cucharita le daba de baja a alguna deliciosa fuente.
Generalmente se escuchaba la voz de mamá gritando mi nombre desde su cuarto…
¡Como si yo fuese la única que lo hacía!
Entonces, corría a mi cuarto,
clavaba la cabeza detrás de un libro y ponía cara de santidad con aureola y
todo.
Sin embargo, una vez sí que no pude mantener la farsa. Nos sentamos a la
mesa. Al ver que rechazaba el postre, mis hermanos me lanzaban dardos irónicos y mis
papás me miraban extrañados. Yo no aguantaba el olor de la comida y en mi
estómago había un combate entre dos
ejércitos a caballo, que querían catapultar una torre… Entonces, en un acto de
defensa extrema, corrí estrepitosamente la silla y traté de llegar al refugio…
pero mis cinco hermanos cabalgaron tras
de mí y ni las trompetas amenazadoras que hacía sonar los atemorizaban. ¡El
recorrido estuvo marcado por las manchas humillantes de mi derrota y mi pecado!
¡Acúsome, acúsome, acúsome, padre! ¡Me hizo daño el flan de piña! En
el confesionario- ducha, corría el agua
que me purificaba; mientras escuchaba sus burlas y hasta el perro tuvo algo que decir,
pero yo planeaba mi revancha.
Hasta allí llegó el
almuerzo. Sobra decir que tardé muchos años en volver a probar flan de piña, a
pesar de que a mamá le quedaba delicioso. Ese año, la gran comilona de la
semana santa fue inolvidable por ese detalle y porque debido a la ruptura de
relaciones con mis hermanos a causa del
ataque a mi dignidad, me encerré a leer y rompí mi record, leí todas las novelitas
de Corín Tellado de las revistas de “Vanidades” de mamá; y me dejé envolver por
“la mirada de los ojos acerados” de alguno de sus personajes o “un tipo estupendo, bien parecido. Los
ojos verdosos, el cabello de un castaño subido. Muy elegante, muy varonil,
pero...”.
Creo que así empezaron mis acercamientos a la literatura y al romanticismo y mi idea
sempiterna de probar una maravillosa dieta.
¡Felices Pascuas, provechosas lecturas y con los dulces… A la
carga!